18.2.10

Veía

Nació y abrió los ojos. Y nunca dejo de ver 
 
Miguel  primero abrió los ojos, y después lloró. Decía su madre cuando le preguntaban por su mirada.
Pero lo que pocos sabían, es que aun cuando Miguel cerraba los ojos, el veía.
Miguel caminaba hacia adelante, pero veía  hacia atrás, a los lados, no entendía como sus ojos podían tener semejante campo de visión, veía lo pasos de los transeúntes, la gente dentro de sus casas, los coches pasando, veía el viento pasar entre las hojas de los arboles, y como esté arrancaba la más frágil, volando  entre su juego hasta arrastrarse lentamente sobre el asfalto.
Después de ver, veía,  tanto, que se cansaba.
En casa veía el crujir de la madera en la noche, el tic-tac y el paso de los minuteros, veía el frio rocío sobre el pasto del jardín y el olor a tierra mojada, y se despertaba al ver el primer rayo de sol que iluminaba.
Creció y aunque compraba lentes oscuros para andar con los ojos cerrados, veía.
Y empezó  a ver cosas que no le gustaron: veía sonrisas hipócritas de sus amigos, veía la pobreza, la soledad de los viejos, el despotismo de los ricos y la sorna del avaro.
También veía cosas bellas y se deleitaba al ver la sonrisa de un niño o el allegro de Vivaldi.
Beso por la noche a su amada,  cerró los ojos, pero veía el aroma de otro, su primera mueca fría al tocarlo, como echaba su cintura ligeramente hacia atrás para rechazarlo, y como le alejaba la mano.
Necio, negó haberlo visto todo, y abrió los ojos, que solo le mostraron la marca de un beso ajeno a su boca.
Corrió, y mientras corría, veía los coches rápidos en sentido contrarió, como sus luces lo destellaban y hacían brillar las lagrimas, su caída y el  choque levantando suavemente la tierra mientras se humedecía, el ladrido de los perros y las burlas de la gente ajena.
Corrió, llegó a su casa,  en un instante parecía vacía: solo observo  dos, plateadas, frías. Sin pensar, las tomo con fuerza y suplico dejar de ver.
El filo de cada una se hundió con fuerza sobre sus parpados, en las cuencas de sus ojos, empujo con fuerza y el dolor se transformo en un negro absoluto. Por primera vez, no veía.
Escuchó las gotas de sangre, respiro el aroma a hierro y sintió el frio metal dentro de su cabeza. Un pequeño  golpes seco seguido de otro sobre el piso indicaban la caída de sus esferas oculares. Se desmayo.
Despertó, lo despertó el ruido de la calle, el paso de los autos, las pisadas de sus vecinos y el paso de la luz del sol entre los árboles. Estaba boca arriba, y sus cuencas eras dos pequeñas piscinas llenas de lágrimas mezcladas con sangre desbordando al darse cuenta:
Aun veía.
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